El miedo

Y ahora, un pasajero que intenta condicionar el viaje: el miedo. Entrada larga y sin fotos en la que agradezco los comentarios más que nunca.

Después del atentado de diciembre, en Marruecos hay una alerta invisible con respecto a las/os turistas. Diría que es una paranoia colectiva.

Los amigos de Darkarmuz, antes de la segunda boda, me pidieron que les enseñara mi pasaporte. Después de estar invitado durante tres días me extrañó mucho, pero por la noche lo comprendí. A las cinco de la mañana, cuando le hice el gesto “¿nos vamos a casa?” a Ahmed, aparecieron de la nada dos personas nuevas, policías mál disfrazados, y constituímos una curiosa comitiva, empedrado arriba, empedrado abajo, alumbrándonos con los móviles camino a casa. En el pueblo perdido en el monte, donde se conoce todo el mundo, estaban preocupados por mi seguridad. Sin embargo, nadie me contestaba cuál era concretamente el peligro.

Esa noche me acosté muy triste, pensando si en adelante tendría que viajar bajo supervisión policial.

Pues ayer fue el remate. Una mañana preciosa por pistas de piedras, desayuno y conversación deliciosas en el comercio-cafetería de otro pueblo perdido. Más abajo, extensos cultivos y pueblos más grandes, pero ningún alojamiento de pago. Como otras veces, elijo por internet un lugar para acampar.

Anocheciendo, mientras me acerco, un policía de paisano en el arcén. Amable, que la noche no es para turistas y que me buscará un sitio para alojarme en el pueblo siguiente. A la tercera llamada, que listo, que me esperan. Adelante pues.

No hago ni cinco kilómetros y un coche policial por detrás, que pare. También muy amable, que la noche no es para turistas, que acampar donde pensaba, interdit, y un gran discurso sobre mi seguridad. Ya sin tabúes, el gesto de cortar el cuello, en referencia a las dos chicas nórdicas. Y otro coche, y una furgoneta, esto parece una boda en el arcén.

Al final, por mi seguridad, me llevan en una furgoneta suicida a un hotel dos pueblos mas allá, de noche, a cien por hora por una carretera con arcenes mortales, petada de coches, bicicletas y peatones, el conductor con el móvil en una mano y el cigarro en otra, el cinturón de seguridad atascado, adelantamientos imposibles… Todo por mi seguridad.

Hoy he mirado las estadísticas del país. Terrorismo: desde 2002, 3129 personas detenidas, 361 supuestos atentados frustrados. Atentados cometidos, tres, con 64 personas muertas y 125 heridas en total. Salvo las dos últimas -las chicas que acamparon junto a los yihadistas-, todas en grandes ciudades.

En cambio, sólo en 2017 murieron 227 ciclistas y se hirieron otras/os 6051, la mayoría en carreteras principales.

¿Qué es, por tanto, más seguro para una persona que viaja en bicicleta por Marruecos, alojarse en hoteles moviéndose de ciudad en ciudad por carreteras generales o visitar pequeños pueblos a través de caminos secundarios y dormir escondiéndose en los bosques?

Hoy he decidido quedarme en esta pequeña ciudad que me eligió la policía, para aclarar las ideas y decidir qué quiero hacer. Creo que mañana iré a Meknes, siguiendo mi ruta, e intentaré compatibilizar mi seguridad vial con la paranoia nacional.

¡Muchos besos!

Darkarmuz

Se me han contrapuesto dos experiencias muy intensas desde que entré en Marruecos. Para que lo negativo no eclipse a lo positivo, las explico en entradas distintas.

Bajo Atlas occidental. Pequeñas poblaciones, pocos coches y las amplias sonrisas de quienes te encuentras por el camino.

La primera, Darkarmuz. Me paré a preparar la comida en el refugio junto a la carretera y he pasado cinco días invitado en este pueblo de la montaña. Casas de adobe desperdigadas por la ladera, caminos empedrados, patios interiores, gallinas paseando, una sala-dormitorio-comedor, casi sin muebles, alfombra inmensa y banco corrido a lo largo de tres paredes. El agua, de la fuente, en garrafas o en burro. El váter, suelo de hormigón y un agujero. Todos comiendo del mismo plato, con el pan por cuchara.

El parchís y las largas tardes relajadas son aquí el deporte nacional de los hombres.

Todo el mundo se conoce, y cada cual es un personaje total: el imán que me quiere convertir al islam por repetir unas palabras -una mezcla increíble de Dustin Hoffman y Richard Gere-, los jóvenes gladiadores del parchís -Khalid, Abdulah…- o Ahmed, el tranquilo hijo de la casa que he tenido de guardián y compañero de habitación. Las hijas cuyo francés es más justo que el mío -Faouzia, Wafa- y Moad, nuevo gran amigo, ya madrileño niño madurísimo que me ha facilitado la existencia con sus dotes de traducción.

A mi lado, Mnana, en el medio, Mohammed, y sus maravillosas hijas e hijos. Familia generosísima, han llegado a tener un invitado durante más de un año sin pedirle nada a cambio.

Yo, Andoni o Dani, soy geuri (guiri) y haiku (especie de gitano músico). Todo el mundo me ha cogido cariño y aunque se han reído mucho a mi costa me han abierto sus corazones. Hasta me regalan una casa si me quedo a vivir.

He necesitado dos bodas para comprender algunas costumbres. Las bodas son como romerías. Los músicos al frente y la gente alrededor, en sillas o en el suelo. Dos mesas donde comprar golosinas y bebidas (sin alcohol). En una carpa aparte, las mesas donde come, quien se acerque durante un tiempo determinado, lo que se saca en dos o tres bandejas. Rituales en un orden predeterminado, incluyendo un manteo al novio y un baile multitudinario con él.

Al parecer les ha gustado mi forma de bailar, todos querían bailar conmigo y me tuvieron un buen rato en el corrillo con el novio.

Lo más curioso, el momento del dinero (flus). Antes de la última verbena hay una ceremonia en la que el novio y familiares se sientan alrededor de una mesa con una bandeja enorme. Un presentador con micrófono agradece a todo volumen la aportación de cada asistente, con nombre, apellidos y cantidad, mediante una fórmula estándar que admite improvisaciones humorísticas. Con cada agradecimiento lanza el billete a la bandeja.

En la primera boda no entendí la situación, y como no puse dinero -me insistían en que era un invitado especial- se me llevaron a casa antes del último baile en un ambiente incómodo. Para la segunda estaba atento y, ante la misma tesitura, insistí en poner dinero -y no fue fácil-. Cien dirham o diez euros. Consecuencia, mención especial del presentador, risas de todo el pueblo y sesioń completa de baile. Si alguna vez os invitan a una boda marroquí, poned el dinero sin dudar, digan lo que os digan.

Para grabar, te puedes acercar hasta la cocina en cualquier momento, muy ceremonioso pero popular.

Quienes lo hacen y quienes no, dicen que para vivir bien aquí es necesario cultivar la planta milagrosa. Por discreción no digo más, pero incluso para un inocentón como yo la presencia de la actividad es evidente.

En estos casi dos meses han sido tres las veces en que he sentido que me alejaba de algún lugar. La primera, al partir desde casa de mi madre; la segunda, cuando dejé la península; la tercera, los kilómetros siguientes tras salir de Darkarmuz. La ilusion de ser uno de ellos ha sido muy enriquecedora

Pero no voy a vestir con un traje idílico la difícil situación de la juventud local. El paro generalizado y la situación económica son terribles para quien no quiere actividades ilegales y muchos arriesgan sus vidas sin poder recaudar lo suficiente para un pasaje seguro. También es costumbre preguntar constantemente por lo que has pagado por esto o por aquello, pero todo eso no hace sombra a su gran corazón.